Lo divino cuando contemplamos un paisaje es que admiramos al mismo tiempo una naturaleza que no es consciente de sí misma. Lo mismo ocurre con un talento que se expresa sin que la conciencia de esta belleza interfiera en el sujeto que disfruta de este don.
La vanidad aparece cuando se pronuncian demasiados elogios contra nosotros y acabamos creyéndolos. Acaba marchitando y atrofiando las gracias que teníamos.
La autoconciencia, cuando es demasiado imponente, impide que nuestra esencia se exprese. La autosatisfacción consiguiente a la veneración de nuestras cualidades conduce a la pérdida progresiva de esas mismas cualidades.
Para que haya gracia, debemos aprender a olvidarnos de nosotros mismos. El estado psíquico de flujo sólo es posible cuando perdemos la conciencia del tiempo y de nosotros mismos. La belleza surge entonces como por arte de magia, como un huevo que estamos dispuestos a dejar eclosionar. Para que nuestro ser produzca proezas, debe ser uno. Ser presuntuoso es desprenderse de uno mismo. Es desprenderse del propio cuerpo para convertirse en otro observador o admirador. Es abandonar la totalidad de lo que somos.
Para cultivar la gracia, hay que repetir los gestos para que se vuelvan inconscientes. Se trata entonces de vivir de tal manera que seamos ese animal salvaje que forma parte del paisaje. Es en una cierta ignorancia de nosotros mismos donde mejor podemos expresar nuestra quintaesencia.