Este querido padre, se ha ido sin decir adiós. Ese amor eterno, que sin embargo se va, dejando un vacío que el silencio llena con gravedad. Esa mirada de que nunca más nos encontraremos. Esas dulces palabras de antaño cuyos ecos nos calientan y enfrían a la vez. Esos momentos de ternura que reproducimos, como vestigios de un tiempo ya lejano. Este recuerdo que se desvanece, como un sueño nocturno. Esas sonrisas que recordamos como un talismán que podría darnos esa felicidad. Ese brillo en los ojos que buscamos en vano en el espejo. Esa sombra del pasado que perseguimos como un animal abandonado. Esas alegrías efímeras que se van para siempre. Esta prosa de nuestros diálogos que rumiamos como música apagada. Este afecto fatal que guardamos como una carga extraña.
¿Cómo seguir viviendo cuando el otro ya no está?
Ya sea en el amor, la amistad o la familia, las separaciones o el duelo crean un vacío cuyo significado no siempre es fácil de extraer. Es difícil continuar con la propia vida mientras se lleva la ausencia como compañero. Estos pensamientos, que formulamos como conversaciones virtuales, nos encierran aún más en una soledad cuyo resultado es más incierto. Sin embargo, este trabajo de memoria es indispensable. Nos conecta con la persona amada y prolonga el camino que el destino ha cerrado. Vivir y cuidar de nuestros años difuntos es esencial para mantener este hilo imaginario que nos conecta con lo que fuimos. Para seguir siendo, debemos haber sido.
Debemos aceptar la ausencia, como el boliche que se niega a caer. Los lazos que nos unen a esta persona nunca se romperán, siempre que aceptemos hacer y ver esta ausencia como el recuerdo silencioso y sagrado de un tiempo saludable o feliz.