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¿Qué Hacer Cuando Alguien Te Odia Sin Conocerte?

Se deplora el racismo y todas las demás formas de odio arbitrario. Sin embargo, resulta interesante observar que, en realidad, es más tranquilizador ser odiado por lo que uno no es que por lo que uno es realmente.

No eres solamente tu color de piel, tu sexo o tu orientación sexual.

Cuando alguien es homófobo, en realidad odia una parte superficial de la persona. Ciertamente, este elemento puede representar una dimensión importante de la identidad de esa persona, pero no puede, por sí solo, resumir la esencia de alguien. No somos únicamente un cuerpo de carne o unas ideas inscritas en un córtex cerebral: somos, ante todo, un alma. Alguien que te odia por tu apariencia quizá no merezca tu atención. Puedes dejarle expresar su odio: no tiene ningún valor.

Lo molesto es que ese odio resulta desagradable —y a veces peligroso— pero, como se dice, es la serpiente la que más sufre de su propio veneno. Es como la opinión de un cliente que se hubiera quedado en el envoltorio de un producto sin probarlo: su opinión no cuenta realmente. Darle crédito es absurdo.

En cambio, es muy distinto cuando alguien te odia porque te ha conocido de cerca. Es en parte por eso que las rupturas amorosas son tan difíciles: la gente nos rechaza después de habernos observado y conocido en nuestra verdad más simple. Ese juicio, fruto de un conocimiento íntimo, duele de verdad. Ninguna defensa puede protegernos realmente de ello. Solo el tiempo y la distancia pueden curar esa herida.

Tu sexo, tu raza o tu orientación sexual pueden ser una protección

Dado que esos aspectos de lo que eres no te definen completamente, puedes en realidad utilizarlos como máscaras o escudos protectores. Tu identidad aparente te protege, porque quienes quieren hacerte daño atacan algo superficial. Todas esas entidades de superficie son como los muros o los fosos de un castillo: te pertenecen, te protegen, pero atacarlas no basta por sí solo para destruirte.

Cultivar identidades para engrosar tus muros

Cultivar una fachada puede ser una estrategia eficaz para construirse una coraza. El problema es que muchos terminan confundiendo la coraza con lo que realmente son.

La gente nos odia por ignorancia de sí misma

En última instancia, es porque la gente tiene una mala comprensión de sí misma que termina odiando a los demás. Esto es particularmente cierto en aquellos que se identifican demasiado con su cuerpo físico u otras dimensiones superficiales de su persona.

La identidad racial es fuerte en algunas sociedades. La creencia en una supuesta superioridad de su origen étnico es un ejemplo sencillo del odio que puede perpetuarse entre la gente. La creencia en la propia superioridad hace insoportable la idea de igualdad con otros considerados inferiores, porque se percibe como una pérdida de estatus. Esta pérdida de estatus va acompañada de un resentimiento que generalmente toma la forma de odio dirigido contra el grupo que se beneficiaría injustamente de esa igualdad.

Dado que la sociedad está estructurada según el prisma del estatus, los comportamientos tienden a optimizar el rango de cada individuo. El racismo, la homofobia, el machismo, etc., participan de este esfuerzo por preservar una ventaja estatutaria que ciertas “comunidades” vendrían a cuestionar. Sin embargo, con el tiempo, el odio y la discriminación perpetuados contra las minorías se vuelven contraproducentes en un proceso de optimización del estatus.

De hecho, la evidencia de la igualdad jurídica y social hace que tales comportamientos resulten anacrónicos y, a menudo, ilegales. Las reglas de estatus evolucionan constantemente. Por eso hay que aprender a renovarse para ser siempre capaz de ganar estatus en un mundo cambiante. Por supuesto, esas reglas no son universales y pueden variar sensiblemente de una sociedad a otra.

En resumen, todos aspiramos a optimizar nuestro estatus. El problema es que algunos recurren a medios que podríamos calificar de arcaicos, por no haber sabido desarrollar otros más recientes.

El capital simbólico como último refugio

Nuestra estrategia de adquisición de estatus suele estar vinculada a un grupo en particular, comúnmente llamado tribu. El tribalismo se acompaña de ritos de paso que mantienen ciertos comportamientos obsoletos.

Los individuos desposeídos de la mayoría de las formas de estatus (capital financiero, social, cultural) se aferran entonces a su último salvavidas: el capital simbólico. Este puede adoptar la forma de un prestigio histórico asociado a un apellido, un color de piel, una pertenencia cultural, un género o incluso una orientación sexual.

Quienes se aferran a estas identidades lo hacen porque saben que, al remitirse a grupos históricamente dominantes u opresores (los nobles frente a los plebeyos, los colonizadores frente a los colonizados, etc.), recurren a un imaginario colectivo poderoso. Pero este imaginario es también fuente de tensiones y de rechazo.

Si tuvieran otros recursos, creo que evitarían evocar esos recuerdos colectivos dolorosos. El problema es que el simple recurso a esas referencias manifiesta su impotencia —de una manera a la vez evidente y patética. Por eso, aunque esos intentos de apropiación del estatus consigan a veces tener éxito, hay que considerarlos como esos equipos de fútbol que solo triunfan recurriendo a la trampa o corrompiendo al árbitro: su victoria es ficticia, merece ser denunciada, y sobre todo, revela la miseria de quienes la practican.

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