La época contemporánea nos ofrece mil oportunidades para entregarnos a los placeres vanos. El primero de ellos es el culto a la persona, que se dirige principalmente hacia el yo. El amor a la propia imagen está tan arraigado en nuestra sociedad que se ha creado toda una economía en torno a la autoidolatría.
Admirarse a sí mismo se convierte en algo patológico cuando acaba por resumir el propósito de la existencia. Levantarse, extasiarse ante el reflejo de nuestro espejo, ya sea digital o de cristal, y luego acostarse soñando con nosotros mismos, podrían ser los tres pilares que se supone que organizan nuestra vida. ¿Por qué tanta frivolidad? ¿Será porque nos han arrullado con cuentos y ficciones desde nuestra infancia que queremos ser una estrella de la vida cotidiana?
Sin duda, ya que la tecnología nos da la ilusión de conseguirlo. Soñar con ser adorados, encontrar un público al que gustar, nos proporciona un placer accesible al alcance de un pulgar y un clic. Las efímeras historias que contamos sobre nuestro pequeño y especial ego se suman al sinfín de fábulas y tonterías que abundan en la red. Estos clichés que catapultamos con filtros y retoques mágicos nos instalan por un momento en el feed de noticias virtual o mental de una horda anónima que soñamos como groupies. Estas marcas de atención depositadas aquí y allá en nuestra pared, numerosas y sin embargo siempre insuficientes, nunca consiguen llenar de alegría un corazón malhumorado.
El deseo de agradar apenas oculta el dolor de existir o el miedo a vivir. Vivir a través de imágenes es sólo una apariencia de existencia. Este icono que tanto esfuerzo nos costó construir puede derrumbarse de la noche a la mañana como un castillo de naipes cuando nos damos cuenta de que la vida real está en otra parte. Elegir la luz artificial con auténtica opacidad es más conveniente. Crear un avatar brillante y feliz desde cero requiere menos esfuerzo que excavar en los túneles de nuestro ser para encontrar el oro que allí se esconde. La falsedad se extiende como un reguero de pólvora, salvo que llega un momento en que explota en busca de la sinceridad.