El racismo se define como el odio o el miedo dirigido contra una persona por su origen o color de piel. A pesar de la simplicidad de esta definición, es difícil entender la incapacidad de ciertas corrientes llamadas progresistas para reconocer todas las formas de racismo, en particular el dirigido contra las personas de origen europeo, conocidas como blancas.
El software mental de los partidos de izquierda valida muy fácilmente el racismo sistémico, que a menudo se superpone o se añade a la discriminación de clase. Esto afecta casi exclusivamente a las personas no blancas que han emigrado a países en los que las instituciones y el poder en general están en manos de personas europeas debido a la historia y a la reproducción de clases. Este racismo estructural -llamado racismo vertical- que puede existir en el seno de los Estados oculta a menudo otro racismo al que la prensa es menos aficionada y que, sin embargo, puede ser igual de vivo. Se trata del racismo horizontal que se perpetúa entre individuos de la misma clase y que, en última instancia, se materializa debido a una relación demográfica diferente en función de las regiones y los barrios en los que uno se encuentra. Así, una persona de origen europeo que vive en un barrio obrero donde la población puede ser predominantemente de origen inmigrante puede ser igualmente objeto de racismo debido a su situación de minoría en este nuevo microcosmos.
El racismo no tiene color, pero mucha gente parece negar su existencia cuando se dirige a personas consideradas no racistas, es decir, blancas. El racismo es un fenómeno que afecta indistintamente a un individuo siempre que se sitúe en una relación demográfica minoritaria.
Esta relación puede existir a nivel de una nación o de instituciones, que a menudo son gestionadas por miembros de la comunidad de origen. Sin embargo, el racismo horizontal puede ser igual de frecuente, sobre todo en una sociedad dividida en pequeñas islas microcósmicas representadas por barrios obreros o asociaciones y grupos comunitarios.
