El trabajo tiene una función primordial en nuestras sociedades. Es el símbolo de nuestra integración y a veces nuestra razón de vivir. En este contexto, sería absurdo alegar pereza, que es todo lo contrario a este valor. Sin embargo, hay sabiduría y quizás incluso nobleza en ello, veamos por qué.
El trabajo es un esfuerzo consciente que uno produce para realizar una tarea o para poner un cuerpo en movimiento. No hay una correlación directa entre el trabajo y la idea del amor. De hecho, la existencia del trabajo se justifica por una relación de interés, generalmente social o económica.
La pereza, en cambio, es el rechazo de esta relación interesada con el mundo. La pereza es una pausa en un mundo frenético. Es el freno del pedal del coche para frenar y preguntarse si se va en la dirección correcta. La pereza no es una virtud en sí misma, pero sus consecuencias pueden ser virtuosas. Cuando nos detenemos un momento a contemplar el mundo y nuestras vidas, nos damos la oportunidad de dar un paso atrás y considerar si estamos disfrutando de lo que hacemos y si vamos en la dirección correcta.
Y al dedicar tiempo a conocer lo que amamos, conectamos con cierta nobleza. Actuar con amor es actuar sin esfuerzo y la ausencia de esfuerzo es la pereza. Así, la pereza, porque nos ayuda a hacer las preguntas correctas, nos permite devolver el amor a nuestras vidas donde puede haber desaparecido. El amor no es más que el valor cardinal de la nobleza.