Nuestras preocupaciones diarias nos llevan a menudo a tener un enfoque optimista: intentamos constantemente optimizar nuestro tiempo, nuestro dinero, nuestra energía, etc.
Esta relación interesada corrompe en cierto modo nuestra concepción de la vida y, a fortiori, nuestra relación con los demás. La búsqueda de la ganancia y nuestra aversión a la pérdida tienden a infiltrarse en nuestro software mental incluso en nuestras relaciones más familiares o íntimas. A la larga, todo nuestro ser se transforma si no tenemos cuidado. ¿Existe una salida o estamos obligados a llevar una existencia dicotómica cuyos lados están en necesaria contradicción?
La vida profesional nos empuja a rendir. El espíritu competitivo que cultivamos en el trabajo es a menudo difícil de eliminar cuando llegamos a casa.
Las normas de vida que rigen las relaciones humanas, aunque aparentemente se basan en la interdependencia, se basan más en los lazos de honor o en cualquier otra cualidad del corazón, que en esencia aborrece la búsqueda del beneficio material.
La generosidad es uno de los valores que ayudan a consolidar los lazos de honor entre las personas. El corazón, que simboliza nuestro valor moral, puede ser desarrollado por nuestras acciones si éstas poseen cierta nobleza. Dilatar el corazón implica romper de vez en cuando el patrón de búsqueda y aversión al beneficio. Pensar demasiado en estos términos atrofia nuestro músculo cardíaco, al menos metafóricamente, y en última instancia nos hace bastante despreciables.
Hay diferentes formas de ser generoso en función de los recursos de que dispongamos: tiempo, dinero, atención, energía, etc.
Cuando ofrecemos sinceramente una de estas riquezas a alguien -quizás porque lo vemos como una ofrenda a lo divino- sin esperar nada a cambio, estamos reconectando con el camino celestial.