Vivir es un acto inofensivo en tiempos de paz. No es el resultado de ninguna lucha, salvo la de la biología corporal. Nuestros predecesores no tuvieron la suerte de vivir en un mundo relativamente pacífico. Somos sus herederos, aunque a menudo ingratos o al menos inconscientes de esta oportunidad. No nos damos cuenta de que la guerra es una constante en la historia, y que el período actual es bastante singular.
Aprender la historia es aprender la historia de aquellos que se sacrificaron por una causa que creían más grande que ellos mismos. La codicia y la gloria pueden ser el motor de los tiranos, pero los que se defienden tomando las armas lo hacen por amor a los demás, por la conservación de una familia, de un patrimonio que sienten amenazado.
El recuerdo de los hombres y mujeres que han caído para que podamos vivir en paz debe perseguirnos. No para hacernos sentir culpables, sino para dar cierta gravedad y grandeza a nuestras acciones y reflexiones cotidianas. El recuerdo de estas vidas sacrificadas, arrastradas por los vientos de la historia, es un deber para todos aquellos que desean volver a conectar con lo sagrado. El recuerdo de nuestros antepasados caídos constituye un santuario mental que debe ser preservado. Nuestros corazones deberían latir al unísono cada día para conmemorar su ofrenda final.
Aunque muchos de ellos no pudieron tener descendencia por su sangre, podemos adoptarlos como antepasados de corazón y mente. Su sacrificio no fue en vano. Los muertos sacrificados resuenan para la eternidad, están ahí para darnos en todo momento la nobleza que los vivos a menudo se esfuerzan por transmitir. Su dedicación debe ser una gloriosa inspiración para reconectarnos con hombres y mujeres de valor.
Los muertos hablan a los vivos, sólo hay que leerlos.