Hay personas que tienen el corazón tierno y otras que tienen el corazón duro. Esta diferencia es a menudo el resultado de acciones diferentes. La primera víctima de las malas acciones que cometemos es la calidad de nuestro corazón.
La maldad nunca queda impune
La felicidad reside ante todo en un corazón puro. Un corazón que no ha sufrido los tumultos causados por la vergüenza, la tacañería, la deshonestidad o la crueldad. Comportarse mal con el prójimo nos expone a represalias directas que serían visibles si pudiéramos analizar instantáneamente las fluctuaciones en la calidad del corazón. Alguien que actúa maliciosamente está cavando la tumba de su propia felicidad porque entra en una felicidad que podríamos calificar de infernal: solo al hacer el mal puede sentirse feliz. Este goce del mal, que a menudo toma la forma de una carrera desenfrenada, resulta al final ser una trampa que se cierra sobre su autor. Será demasiado tarde para él porque los malos actos que ha cometido tardarán en ser perdonados, y desde entonces vivirá como un paria de la felicidad, ostracizado por su propia ignorancia.
Un corazón puro se basta a sí mismo
La calidad del corazón condiciona toda nuestra felicidad. Es a la vez el receptáculo de la misma y también el motor de nuestras acciones. Un corazón manchado de avaricia vivirá en la agitación de querer acumular siempre más porque nunca podrá estar satisfecho con lo que tiene. Lo mismo ocurre con un corazón que ha cedido a la lujuria. Este no podrá quedarse quieto y correrá por todas partes buscando carne humana contra la que frotarse. Todos los dolores del mundo resultan de una negligencia en la calidad de nuestro corazón porque un corazón puro no está afligido por ningún trastorno y puede contemplar la vida con plenitud y desapego a la vez.
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