Las personas desafortunadas suelen tener en común que se quejan de los demás. Esto es sólo para ocultar los agravios que tienen contra ellos mismos, la persona que más odian. El tono áspero que pueden tomar con los demás es sólo un reflejo del sermón inconsciente que da vueltas y vueltas en su cabeza contra ellos. No se les perdonan sus faltas, aún se culpan a sí mismos por sus fallos, sus errores, sus malentendidos. Las personas infelices han olvidado su verdadera naturaleza, se condenan a sí mismas por errores que no deberían definir quiénes son.
Los arrepentidos piden a Dios o a los hombres que les perdonen sus faltas. Lo hacen porque han aceptado la idea de que pueden ser perdonados. Los que son demasiado duros consigo mismos no pueden disfrutar de la salvación que ofrece el arrepentimiento.
Por lo tanto, hay que tener siempre cuidado de cultivar un amor divino por uno mismo y de decirse a sí mismo que si uno puede perdonar sinceramente a los demás sus faltas, nosotros podemos hacer lo mismo por nosotros mismos.
Cualquier emoción negativa que cultivamos contra otros se vuelve contra nosotros mismos y viceversa. Para ser felices, debemos ser cuidadosos y cariñosos tanto como podamos. La receta parece sencilla pero es difícil de aplicar porque hay que tener un gran corazón que pueda amar a pesar de las decepciones diarias, pero es el único camino a la felicidad digno de ese nombre.