El egoísmo es la idea de que lo más importante es la satisfacción de las necesidades y los placeres personales. El egoísta piensa que su ser está limitado sólo por los contornos de su cuerpo, no ve que su existencia está de alguna manera interconectada con el resto del mundo. Niega las aspiraciones de los demás, la única realidad es él mismo. Este descuido del mundo que le rodea provoca mil males. La primera de ellas es la alienación de los demás, es decir, convertirlos en objetos. Como no puede ver lo que le une a los demás, el egoísta tiene una relación utilitaria con el mundo. Para él, los demás sólo sirven para lograr la satisfacción de sus placeres o intereses. No siente a los demás. Está cegado por la obsesión de sí mismo, cegado por sus deseos. Debido a esta incapacidad de ponerse en el lugar de los que le rodean, el egoísta causa un daño incalculable.
Todos somos egoístas en diferentes grados, y es bueno reconocerlo para no comportarnos de forma más egoísta. Aprendemos a dejar de ser egoístas cuando vemos los beneficios y las recompensas de vivir de forma diferente. En primer lugar, renunciar a la adoración de nuestro ego nos da un cierto alivio. Cuando reducimos nuestros deseos vanos, podemos conectar más con el mundo. Podemos captar sus matices y apreciar su profundidad. Mejor aún, podemos disfrutar del hecho de haber contribuido a las alegrías y la felicidad de los demás, lo cual es un poco egoísta en sí mismo. Nuestra relación con el mundo exterior cambia porque hemos sido capaces de modificar nuestra relación con nosotros mismos. Tomamos conciencia de que nuestra existencia no es estrecha, atrofiada, reducida a nuestra única persona, sino que por el contrario formamos parte de un todo en el que nuestra verdadera esencia sólo pide ser fundida
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