La gente tiende a respetar a quienes son raros, a quienes parecen inalcanzables. De este misterio nace el peligro, y del peligro nace el respeto. A veces, hay que saber marcharse para ser verdaderamente valorado. La gente te mostrará mayor consideración cuando sepa, por ejemplo, que puedes enojarte o expresar claramente tu desacuerdo.
A menudo no sirve de nada permanecer en la tibieza, esa que conduce a la pusilanimidad y, en última instancia, a la cobardía. Para evitar caer en la trampa del compromiso constante, es vital realizar cada día un acto de audacia. Este acto no necesita ser grandilocuente ni espectacular; debe ser repetido, hasta que se convierta en una segunda naturaleza.
No puede haber coraje sin el esfuerzo de decir lo que uno piensa. Hablar abiertamente es la marca de una persona libre. La palabra “franqueza” proviene del nombre del pueblo de los francos, que originalmente significaba “hombre libre”. Ser evasivo es perjudicial: genera confusión y degradación. Desarrollar el hábito de decir lo que uno piensa requiere primero saber lo que uno piensa. Para ello, es necesario pasar tiempo solo, y con Dios. Ser franco es escuchar al corazón, sin sobreintelectualizar las cosas, a riesgo de perder el verdadero sentir.
Ser valiente es aprender a enfrentar el miedo. El miedo tiene muchos rostros: puede esconderse tras excusas o manifestarse como parálisis que impide actuar. La mejor forma de volverse valiente es identificar los miedos cuando surgen y enfrentarlos uno por uno, con determinación.
El ser humano está compuesto por múltiples dimensiones: intelectual, emocional, física, etc. Estas dimensiones se desarrollan a ritmos distintos, pues tenemos tendencias y preferencias naturales. Para crecer, hay que aceptar la necesidad de cuestionarse constantemente. En realidad, quien cree estar estancado, retrocede: no existe la verdadera inmovilidad cuando el tiempo entra en juego. Estancarse es hacer mal uso del tiempo.
Para ampliar la zona de confort, hay que atacar los miedos como si fueran fortalezas enemigas. No se superan de un día para otro, pero se puede reducir su poder cada día. Cada miedo enumerado se convierte en una fortaleza por conquistar. La ley de la concentración enseña que es mejor enfocar la energía en un solo punto; así, es preferible enfrentar los miedos uno por uno.
La vulnerabilidad consiste en mostrarse tal como uno es, a pesar de los defectos. Es dejar de esconderse y abrazar plenamente nuestra humanidad. Esto implica aceptar el dolor, la tristeza e incluso la vergüenza. Solo aceptando las cosas podemos verdaderamente transformarlas.
Vivimos en una época burguesa en la que el beneficio y la victoria se colocan por encima de todo, tanto en el deporte como en los negocios. Esta obsesión por los resultados es relativamente reciente. Durante mucho tiempo, lo que importaba era el sentido del sacrificio y la generosidad, valores que trascienden la idea de pérdida o ganancia.
Querer ganar a toda costa conduce a atajos: trampas, mentiras, duplicidad. Si no se es digno de ganar, no se debería ganar, punto. La victoria y la derrota no deben ser más que indicadores de nuestro nivel de preparación. No son fines en sí mismos, sino consecuencias lógicas del dominio. Cuando la medida se convierte en el objetivo, se corrompe el proceso.
Luchar es perseguir un objetivo infinito. Es el principio mismo de la mejora. Es una facultad mental que nos permite entrar en un “juego infinito”, cuyo objetivo no es terminar, sino continuar. Focalizarse únicamente en la victoria bloquea esta mentalidad. Cuando solo valoramos el resultado, descuidamos el proceso, aunque es este el que, sutilmente, da forma al desenlace. Toda buena estrategia se basa en el largo plazo.
Toda disciplina está destinada a desarrollar habilidades. Pero el verdadero propósito de cualquier arte o juego es la elevación del carácter. Algunos resultados solo se alcanzan cuando dominamos nuestra naturaleza inferior. Estos “umbrales invisibles” son los que distinguen a los campeones en los últimos peldaños del podio. El carácter es el mayor activo de un campeón, pero requiere tiempo para formarse. Por eso es inútil obsesionarse con los resultados a corto plazo: incluso puede corromper el carácter.
La competición es estresante porque revela nuestra vulnerabilidad. Si el ego está mal colocado, perder puede ser devastador. La mejor manera de superar el miedo a perder es abrazar el combate: integrar simbólicamente la idea de morir. Si se acepta luchar hasta la muerte—sea cual sea la actividad—la derrota pierde su violencia. Cuanto más se acepta la posibilidad de morir, más se atrae la gloria.
Lo que a menudo nos consume es el odio hacia el adversario. Este odio nos debilita y nos vuelve impulsivos. Para superar verdaderamente a un enemigo, hay que reconocer sus cualidades—incluso aprender a amarlo. Esto parece antinatural, especialmente cuando el oponente nos ataca. Pero solo honrando sinceramente al adversario se puede luchar con la mayor fiereza. ¿Por qué? Porque instintivamente rechazamos enfrentarnos a quienes consideramos indignos; hacerlo sería rebajarnos. Sin embargo, algunas confrontaciones son inevitables. En esos casos, hay que buscar la nobleza en el otro para poder enfrentarlo sin odio… pero con grandeza y una resolución serena.
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“Alégrate en la acción, y renuncia al fruto de la acción”, cita de Marco Aurelio.
¡Gracias por el recordatorio!