Jean-Paul Belmondo se ha ido y su muerte deja un abismo que parece inútil tratar de llenar. Más que un actor o un cómico, Jean-Paul Belmondo era un hombre. Ya no está aquí, pero vivirá para siempre, mientras nuestros corazones sigan latiendo, nosotros, la multitud anónima que somos, que tanto le queríamos. En este artículo no quiero caer en una glorificación inapropiada o embarazosa de él (no le gustaba). Simplemente quiero tratar de entender qué ha contribuido a su éxito, pero en realidad es mucho más que eso. Quiero intentar averiguar qué es lo que me permite decir que ha vivido una buena vida, aunque no piense en el éxito.
Jean-Paul Belmondo nació con un ardor, un espíritu, una gouaille que no quiso frenar. Por el contrario, utilizó este rasgo de carácter tan arraigado para dotar al cine francés de un estilo, aunque al principio no tuviera el “físico adecuado”. Sus profesores del Conservatorio le auguraban un futuro muy oscuro en su carrera de actor. Sin embargo, gracias a que no trató de borrar lo que era, pudo hacerse un hueco en el séptimo arte e incluso en el sexto (las artes escénicas, entre ellas el teatro). Pudo imponer su rostro algo maltrecho en los cines a finales de los años 50 gracias a su participación en las películas de Jean-Luc Godard. Fue navegando por la Nueva Ola cuando empezó a abrirse paso en la gran pantalla. Esto nos lleva al segundo punto.
Al observar su carrera, uno estaría tentado de decir que Jean-Paul Belmondo tuvo mucha suerte. Esto es indudablemente cierto. La suerte no es fruto del azar, es algo que se trabaja, es una habilidad como cualquier otra. Tuvo suerte porque lo provocó en muchas ocasiones. Su físico atípico en el teatro o el cine de la época, a medio camino entre el de un boxeador o el de un joven camionero dirían algunos, fue una verdadera ventaja cuando los gustos cinematográficos franceses evolucionaron. Hubo un tiempo en que el joven protagonista era una figura delgada y se parecía más a un efebo griego que a un Heracles musculado por diversos y milagrosos trabajos. La llegada masiva del cine americano a las salas francesas cambió la situación: ahora había lugar para figuras viriles y musculosas de las que Jean-Paul Belmondo era el arquetipo. Había llegado en el momento justo, pero no como un pelo en la sopa, había trabajado duro para acumular sus activos que luego le servirían. Esto nos lleva al siguiente punto.
Sus aires de grandeza y desenfado nos hacen olvidar que Jean-Paul Belmondo era ante todo un gran trabajador. No aprendió su terquedad en el gimnasio de boxeo, sino en casa, donde la figura del padre se confundía con la del pigmalión. Verdadero adicto al trabajo, Paul Belmondo (padre de Jean-Paul) no fue menos burlado en sus tiempos de juventud, cuando comenzó su carrera de escultor. Jean-Paul aprendió de su padre el valor del trabajo aunque no supiera ponerlo en práctica en la escuela, donde demostró ser un notorio zopenco, su picardía era más fuerte que nada y le llevó a ser expulsado de muchas escuelas antes de ingresar en los prestigiosos bancos del Conservatorio de París. Se decantó por la carrera de artista, al igual que sus padres. Sin ellos, uno puede dudar seriamente de su deseo de seguir una carrera como payaso (que era lo primero que quería hacer) o como actor. Su pasión por el circo le inculcó muchos valores, veamos cuáles son.
Fascinado por el circo desde muy joven, Jean-Paul Belmondo se planteó seriamente la posibilidad de convertirse en payaso, lo que en aquella época era una carrera perfectamente honorable, sobre todo en una familia de artistas como la suya. Habiendo cambiado de opinión más tarde, conservó con él los valores del circo que supo sublimar a lo largo de su vida. Era un hombre sencillo en el buen sentido de la palabra. Siempre estuvo cerca del pueblo porque era como él, a pesar de sus grandes éxitos. El circo es un espectáculo popular en el que los artistas se juegan la vida en cada acto. Jean-Paul Belmondo hizo lo mismo en el cine a través de las numerosas películas en las que se responsabilizó de sus propias acrobacias. El riesgo que asumió cada vez, lo veo como un homenaje a las profesiones del circo que tanto amaba. Cultivó su gusto por el riesgo a través del noble arte que nunca abandonó. Fue boxeador en su juventud antes de convertirse en actor, y después siguió siendo un aficionado empedernido a este deporte. Analicemos este último punto y veamos cómo ha influido en su vida.
Fue recibiendo golpes que aprendió a darlos. El boxeo también es una disciplina popular. Su práctica le puso en contacto con la singular dureza del combate, a la que se añade la euforia de la victoria que sigue a la tensión de estar en el candelero. El boxeo le enseñó los rudimentos de la vida. Debe su sencillez y su espíritu de lucha a este deporte. El gusto por la excelencia y el trabajo duro que aprendió de sus padres había encontrado otra forma de expresión. El boxeo le permitió canalizar la violencia natural que podía emanar de este joven fogoso. Fue aprendiendo a lidiar con la muerte en la noche de la pelea que desarrolló el coraje y la heroicidad que brillaría en la pantalla y que le acompañaría el resto de su vida.
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