¿Por qué la gente tiene dificultades para encontrar sentido en lo que hace?
¿No será porque se dedican a actividades que, en su mayoría, descuidan su alma?
Todo lo que hacemos, desde la mañana hasta la noche, debe pasar por el filtro del productivismo y el rendimiento. Los pocos espacios destinados al descanso, en realidad, no escapan a este paradigma.
El deporte, que se supone debe aportarnos consuelo —una burbuja protegida de la frenética vida cotidiana—, es a menudo un lugar donde este dictado alcanza su punto máximo.
Obligados a ser bellos, fuertes y musculosos en los gimnasios, o rápidos, flexibles y destructivos en las salas de combate, todo nos empuja a la comparación y al deseo de ser otro o mejor que los demás.
Esta relación con el rendimiento muestra la infiltración, en todos los niveles de la sociedad, de la ideología productivista y utilitarista, que exige que nuestro tiempo y esfuerzo estén sometidos a una optimización permanente.
¿De qué sirve optimizarlo todo si vivimos sin estar guiados por una filosofía o unos valores profundos?
Si las sociedades del pasado parecían tener más profundidad y alma, era porque estaban impulsadas por una cierta idea de lo sagrado que impregnaba todos los aspectos de la vida.
Por supuesto, esta sacralidad fue objeto de manipulaciones por parte de los poderes de la época, pero aun así, cada individuo sentía que formaba parte de algo más grande que él mismo.
Los espacios cotidianos que antes permitían que el alma se expresara han desaparecido en gran medida, y las pocas opciones que quedan se han convertido en momentos de sobre-optimización o de búsqueda hedonista.
El deporte moderno carece de una dimensión holística —es decir, no tiene en cuenta el alma—, a diferencia de lo que ocurría en Oriente, por ejemplo, donde las artes marciales se basaban en fundamentos filosóficos, morales e incluso espirituales muy sólidos.
La desaparición de la educación esotérica (del griego antiguo ἐσωτερικός, esôterikós, “desde dentro”) ha dejado lugar solo a una instrucción que se centra en lo superficial y lo visible, cuando antes lo más importante era lo invisible.
Si tu nivel moral es alto, eres difícil de manipular.
Si solo te mueve la codicia y la ideología del rendimiento, eres mucho más manipulable —y reemplazable—, porque esa filosofía es amoral.
¿Por qué? Porque ganar no es un valor en sí mismo.
Si ganas en un juego cruel e injusto, también se te puede calificar de cruel e injusto.
Por el contrario, si triunfas en un juego que sitúa la virtud en la cima, es probable que hayas desarrollado la tuya.
La ideología del beneficio o de la victoria solo tiene valor si las reglas que determinan quién gana y quién pierde son, en sí mismas, morales.
Si te apresuras a hacer muchas actividades, tal vez sea porque hay un vacío en tu vida que no soportas.
Quizás te sientas solo, o tal vez necesites demostrar tu valor a los demás mostrando tus habilidades en algo.
Aunque es bueno rodearse de personas, es preferible que la búsqueda de conexión surja desde la abundancia y no desde la carencia, porque de lo contrario corres el riesgo de rodearte de las personas equivocadas.
Si puedes tomarte el tiempo de centrarte —conectándote con Dios, por ejemplo—, podrás acercarte a las actividades de manera más profunda y auténtica.
Si estás acostumbrado a trabajar con tu alma, te resultará difícil disfrutar de actividades que te relacionen con personas superficiales o en ambientes tóxicos, dominados por la competencia.
Cuando tu alma es fuerte, ya no necesitas un cuerpo deslumbrante o musculoso: sabes que lo esencial está en otro lugar.
Si las personas están insatisfechas o indecisas, es sobre todo porque han abandonado su alma.
Un alma reconocida y respetada es un alma feliz, y un alma feliz necesita muy poco al final.
¿Por qué los sabios del Himalaya, o de otros lugares, viven con tan poco? La razón es sencilla: lo han apostado todo a su alma, y solo ella les aporta plenitud.
Si tu alma está debilitada y no lo sabes, buscarás consuelo en otra parte: consumismo, orgullo, éxito material, amistades superficiales o rendimiento físico.
Este vacío espiritual puede tener múltiples consecuencias sin que te des cuenta. Incluso se podría decir que toda la economía de un país se sostiene, en gran parte, sobre la infelicidad espiritual y moral de su población.
Aunque sea difícil transformar tu vida para dedicarte por completo a lo espiritual, sí puedes tomar decisiones que reorienten poco a poco tu camino.
Un paso importante es dejar de dedicar tiempo a actividades que vacían tu alma, siempre que no estés obligado a hacerlas (como la escuela o el trabajo).
Saber si tu alma es respetada o enriquecida en esos momentos implica observar tu felicidad mientras las realizas. ¿Serías más o menos feliz si dejaras de hacerlo?
Si no, entonces participa en esas actividades con conciencia, y dedica tu tiempo, atención y energía a aquellas que te llenan espiritualmente.
“Menos es más”, y evita querer hacerlo todo: “lo mejor es enemigo de lo bueno.”
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