El envejecimiento conduce a una inevitable pérdida de nuestra inocencia. Es normal aprender y convertirse en alguien despidiéndose del niño que fuimos. Pero a menudo simplemente aprendemos a ser como los demás. Por necesidad social, nos mezclamos y adoptamos los hábitos y costumbres de nuestros semejantes como una estrategia más de supervivencia. Sin embargo, hay otra búsqueda que no se debe descuidar, la de llegar a ser quienes éramos a pesar de los condicionamientos y el conformismo del que éramos fruto.
El retorno al yo implica volver a conectar con la propia fuente, lo que exige aprender una segunda ingenuidad, es decir, ver el mundo con el espíritu de un principiante, con una forma de pureza, en definitiva con los ojos de un niño pero en un cuerpo de adulto.
El trauma que sin duda hemos sufrido al final de nuestra adolescencia deja huellas y no es tan fácil recuperar la inocencia cuando la hemos perdido de forma abrupta o violenta. Sin un verdadero deseo de recuperar una forma de pureza, podemos perder para siempre lo que una vez nos hizo ser lo que somos, lo que nos hace únicos. Para acabar con el conformismo en el que todos estamos un poco inmersos porque así es la vida, debemos volver a una forma de soledad o cultivar un talento que teníamos de pequeños y que finalmente habíamos abandonado. Al hacerlo, tenemos la oportunidad de redescubrir quiénes somos y profundizar en lo que nos hace especiales. Para poder dar más brillo a nuestra personalidad, paradójicamente debemos ponernos un poco en retirada o incluso en retraimiento.
La segunda ingenuidad implica domesticarnos a través de un contacto con lo sensible, con la naturaleza y huir del mundo humano o al menos de lo mundano. Para reconectar con los demás, primero hay que reconectar con uno mismo, y para reconectar con uno mismo, hay que distanciarse un poco de la multitud y de la gente.
Para apreciar un mundo de calidad, hay que atreverse a alejarse de la cantidad, que a menudo sólo implica superficialidad.
No es fácil mirar el mundo con ojos nuevos: nuestras experiencias pasadas actúan como filtros que distorsionan lo que vemos. Al final, lo que vemos somos nosotros mismos y nuestros propios apegos. Por el contrario, cuando estamos desprovistos de opacidad, somos capaces de captar el momento como el diamante pulido que deja pasar la luz. Para ello, hay que volver a conectar con las virtudes del niño, aquellas que posee de forma natural y que pierde al crecer: la benevolencia, la sinceridad, el sentido de la justicia, la alegría de vivir y la ausencia de ego. Un niño es puro porque no es demasiado consciente de sí mismo y se relaciona con la gente de forma sencilla, sin conocer las convenciones sociales.
La idea es no volver a ser un niño, lo que podría ser ridículo e incluso regresivo cuando se es adulto. En cambio, hay que encontrar la inspiración en el niño interpretando sus cualidades de la misma manera que un pintor que utiliza el pincel para inspirarse en el paisaje que contempla para hacer una obra de arte en sí misma.
El problema de los adultos es que se creen fundamentalmente diferentes de los niños, y podría decirse que todos los males del mundo nacen de este deseo de distinguirse de los niños para ser hombres o mujeres (guerra, violencia sexual, etc.). Si las cualidades de los niños volvieran a estar en el centro de la vida social, habría menos enfrentamientos porque seríamos capaces de transmitir los valores esenciales que unen a las personas y hacen de la sociedad un gran patio de recreo.
La segunda ingenuidad es la encarnación de ciertas cualidades del niño en la vida cotidiana. Por ejemplo, un niño suele obedecer a sus padres con prudencia, a diferencia de un adolescente. ¿Por qué no hacer lo mismo de vez en cuando con sus padres? Escúchalos sin inmutarte, sin querer demostrar siempre que tienes razón y que sus decisiones son erróneas. No se trata de una obediencia crédula, sino de una forma de flexibilidad y humildad que olvidamos al crecer. Hablar con la gente de igual a igual, olvidando su profesión (es decir, su estatus social), es también la marca de poner en práctica una segunda ingenuidad. Por último, conseguir ignorar las convenciones, la vanidad de la gente y lo superfluo para mirar el mundo de forma ecuánime es lo que podríamos llamar una ingenuidad recién descubierta, y está al alcance de todos los que deciden no sentirse superiores a los demás.
Esto puede ser difícil porque, inconscientemente, lo que más buscamos en nuestra vida profesional es el reconocimiento y la gratificación más allá incluso de nuestro salario. Esta búsqueda de elogios dificulta la aceptación de la igualdad de naturaleza entre los seres humanos, ya que nos adherimos a la idea de que unos son más merecedores que otros, empezando por nosotros mismos.
Si no podemos cultivar la humildad en nuestro trabajo, debemos hacerlo en otra esfera de nuestra vida si queremos volver a conectar con la segunda ingenuidad. Puede ser en nuestra vida familiar o en nuestro tiempo de ocio, pero el resultado será imperfecto. De hecho, la segunda ingenuidad es más que una actitud circunstancial, es una filosofía de vida y realmente no admite fronteras ni límites si se quiere aprovechar todo su potencial.
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