Algunas personas no tienen la capacidad de ver el mundo de color de rosa. Algo dentro de ellas está roto. La consecuencia es bastante triste: están limitadas en su capacidad de sentir alegría. Toda su existencia se filtra a través de una opacidad mental que les impide disfrutar del momento presente y expresar lo que realmente son. Si te reconoces, aunque sea un poco, en esta descripción —todos tenemos momentos en los que nos sentimos mal o desconectados—, sigue leyendo.
En muchas tradiciones (cristiana, sufí, budista), la depresión se compara con la noche oscura. Es un momento en el que el ser queda despojado de sus referencias, de sus apegos y de sus certezas, para entrar en una oscuridad interior. Más que un simple colapso patológico, se considera una etapa iniciática, un paso necesario para renacer con mayor profundidad y vincularse con lo divino.
El principal obstáculo de la depresión es que esta posibilidad de renacer mediante la espiritualidad suele descartarse, ya que muchas sociedades se han alejado de lo religioso para abrazar exclusivamente la ciencia (doctrina cientificista dominante: postura filosófica que sostiene que todo puede resolverse a través de la ciencia). La depresión ya no se reconoce como un grito místico de auxilio, sino que se trata únicamente desde un punto de vista médico y científico. Los resultados de este enfoque muestran límites evidentes; por ello es necesario reconsiderar el camino espiritual como una solución duradera, o al menos complementaria.
Místicamente, la depresión puede entenderse como una catábasis (descenso), análoga a los mitos: Orfeo en el inframundo, o Moisés y su pueblo cruzando el Mar Rojo, que se encuentra por debajo del nivel del mar. El retiro forzado y la ausencia de sensación se convierten en la “estancia en los infiernos” del alma. Este pasaje no es un final, sino un rito de paso: para volver a la luz, primero hay que haber conocido la sombra.
Las mayores tomas de conciencia suelen venir del hecho de haber estado en el error. Un mal aparente puede surgir, pero en realidad está allí para hacernos conscientes de algo que ignorábamos. El desafío es no interpretar ese mal solo como una maldición ni obstinarse en tratar únicamente los síntomas sin intentar comprender su origen.
Quienes logran florecer más en la vida son aquellos que interpretan cada acontecimiento, por anodino o doloroso que parezca, como mensajes divinos, y que intentan descifrarlos.
En la tradición cristiana y sufí, el sufrimiento interior despoja al ser de su ego y de sus ilusiones. La depresión se percibe como una purgación: obliga a desprenderse de lo superfluo, lo mundano o lo falso. Todo ello se consume en la experiencia del vacío. Este “desapego forzado” prepara la apertura a una realidad superior.
El sufrimiento es fuente de progreso interior, aunque preferimos aprender mediante el placer y la delectación —camino que tiene límites evidentes—. Seguramente has notado que las personas más humanas y empáticas suelen ser aquellas que han atravesado momentos difíciles, incluso extremadamente difíciles. Claro que en esos momentos no eran necesariamente las más empáticas. Solo después, al reflexionar y superar esas pruebas, pudieron transformarlas en fuerza y convertirse en mejores personas.
El kintsugi es un arte japonés que consiste en reparar objetos rotos (generalmente porcelanas) con oro u otros metales. El resultado es un objeto que muestra sus fracturas, pero esas grietas se rellenan con materiales que lo hacen aún más bello.
Este arte es una poderosa metáfora del papel de la depresión. La depresión está representada por las partes rotas, que pueden convertirse en oportunidades de mejora. Todo depende de nosotros, especialmente de nuestra capacidad de “aprovechar” esta situación para crecer.
Si las grietas representan la depresión, ¿qué representan entonces los metales?
El oro: la gratitud, aceptar e incluso acoger con agradecimiento esta experiencia (recuerda que puede interpretarse como un mensaje divino).
El platino: el perdón, indispensable para la paz con uno mismo y con los demás.
La plata: la sabiduría, la capacidad de aprender de la prueba.
El bronce: el coraje, la voluntad de resistir y creer que la prueba será un medio de purificación.
Otra forma de ver la depresión es considerarla como un compañero de vida, presente a tu lado, que aparece de vez en cuando e incluso habla en tu lugar sin tu permiso —como un tío grosero que llega sin avisar.
Al ser parte de la “familia”, no puedes deshacerte del todo de él. No tendrás más opción que aceptarlo tal como es. Y curiosamente, cuanto más lo aceptas, más mejora la relación —o al menos sus defectos resultan menos molestos.
Lo mismo sucede con la depresión: al aceptarla, uno logra apartarla y darle menos poder. Paradójicamente, es al aceptar las cosas cuando se pueden cambiar.
Por eso el estoicismo —que fundamenta en parte su reflexión en esta idea— es tan poderoso. En lugar de ser un peso constante en la mente, este “compañero” ocupa un lugar secundario, como un sidecar, y hasta podrías llegar a mirarlo a los ojos.
Esta personificación de la depresión permite tomar distancia, y alejar el mal es el objetivo de toda terapia. En realidad, no buscar la perfección, no intentar eliminar el problema de una vez por todas, permite mantener la serenidad, pues el perfeccionismo puede empeorar la situación al dar la falsa ilusión de control total.
Querer ser impecable a toda costa y construir una imagen ideal de uno mismo puede hacer que la lucha contra la depresión sea contraproducente. Es necesaria cierta flexibilidad para resolver esta situación.
Practicar una forma de “judo mental” ayuda a no permanecer en una resistencia constante, sino a redirigir esa energía estancada hacia otro lugar. Es cuando somos más compasivos con nuestras propias carencias que podemos empezar a superarlas.
Una de las ventajas evidentes de soportar episodios de depresión o de decaimiento es que nos permite darnos cuenta de que estamos lejos de ser perfectos y nos aleja de la hybris: esa postura de creerse igual a los dioses (los griegos eran politeístas).
Y es precisamente a través de la humildad que logramos reconectarnos con Dios. Una vez más, estos momentos de duda u oscuridad se revelan como una auténtica escuela espiritual.
Lo que a menudo nos impide comprender a los demás es nuestra incapacidad de sentir lo que ellos sienten (de ahí el término “compadecer”). Alguien que nunca haya tenido períodos oscuros no podrá comprender de verdad a quienes sufren depresión, y tenderá a juzgarlos con facilidad. De ese juicio nace necesariamente la discordia.
Poder sentir una amplia gama de emociones, buenas y malas, es la clave para conectar con los demás. Por lo tanto, se trata de una oportunidad a aprovechar si queremos comprender mejor el mundo y a la humanidad que lo habita.
λύπη (lúpē) — pena, tristeza, dolor moral. Aristóteles lo usa como lo opuesto al placer (hēdonē).
ἀθυμία (athumía) — literalmente “ausencia de thumos” (vitalidad, coraje); desaliento, melancolía; muy cercano a la “depresión moral.”
κατήφεια (katḗpheia) — semblante abatido, melancolía, ánimo sombrío. Describe a alguien que baja los ojos, decaído.
δυσθυμία (dysthumía) — de dys- (“mal”) + thumos (“corazón, energía”); mal humor, tristeza duradera. Dio origen al término moderno distimia.
μελαγχολία (melancholía) — literalmente “bilis negra.” En la medicina hipocrática, exceso de bilis negra en el cuerpo; usado para designar una tristeza profunda, a veces con síntomas físicos y psíquicos. → El equivalente antiguo más cercano a nuestra “depresión” clínica.
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Comparto la idea de buscar el reconocimiento y la aceptación de lo que nos pasa para dar el siguiente paso, la sanación. Yo también considero que nuestros sentires deben tomarse importancia y no minimizarlos, ya que al no profundizarlo, no se puede sanar.
Gracias por tocar este tema, es necesario hoy en día.