Existen ideologías materialistas y otras que no lo son. Los movimientos de pensamiento que más daño han causado son aquellos que promovían el poder terrenal. El siglo XX es una buena ilustración de ello. Ya sea a través de la dictadura del proletariado o del capitalismo, los hombres se han destruido entre sí, revelando en el proceso la verdadera naturaleza de las ideologías que los guiaban. En este sentido, el marxismo es tan materialista como el capitalismo. ¿No dijo Marx que “la religión es el opio del pueblo”? Al afirmar esto, revelaba su incapacidad para concebir que el pueblo pudiera tener aspiraciones trascendentales sinceras —nobles, en una palabra. Para él, la religión no era más que un refugio para quienes no tenían acceso ni al poder, ni al estatus, y mucho menos al dinero. Marx, nacido en la burguesía, aunque impulsado por el deseo de emancipar a los pueblos, albergaba un pensamiento incapaz de comprender algunas dimensiones fundamentales del ser humano, como su impulso natural, y a menudo espontáneo, hacia lo sagrado.
Las filosofías materialistas son, en sí mismas, una contradicción. La palabra “filosofía” proviene del griego y significa “amor a la sabiduría”, lo que implica necesariamente una búsqueda más etérea que puramente encarnada. La filosofía es un camino que tiene como objetivo elevar el espíritu, aunque también pueda tener aplicaciones concretas. El filósofo cambia el mundo cambiándose a sí mismo. El bruto, incapaz de transformarse interiormente, buscará transformar su entorno —a menudo bajo una lógica de devastación. La historia está llena de figuras que no pudieron contener su crueldad ni su codicia, por no haber desarrollado en sí mismas una auténtica capacidad de realización interior.
Se dice a menudo que la miseria es madre del crimen. Sin embargo, el nivel de desarrollo humano no está directamente relacionado con el nivel de criminalidad. Las personas pueden ser pobres materialmente y, sin embargo, seguir siendo ricas espiritual y moralmente. Algunos países han sido colonizados, pero no hasta el punto de perder por completo su filosofía profunda: son a menudo los que mejor se las arreglan a pesar de su pobreza. Por el contrario, algunas regiones fueron totalmente aniquiladas por las conquistas y sus sociedades están ahora dominadas por la avaricia y la codicia. No es de extrañar, entonces, que esos mismos países sean los más violentos. Las desigualdades económicas y la sed de lucro han destruido de forma duradera la armonía que, sin duda, reinó alguna vez. Por otro lado, ¿qué decir de los países ricos pero espiritualmente empobrecidos? Los vemos partir constantemente a la guerra para apropiarse de recursos o dominar injustamente a otros. Sin el flujo constante de ayudas sociales dirigidas a las clases más humildes, estas sociedades se derrumbarían de inmediato —en un caos que muchos países del Tercer Mundo tendrían dificultades en igualar.
Creer que se puede transformar el mundo mediante la violencia es un error. Si la fuerza responde a la fuerza, su naturaleza no cambia. Cuando la opresión es derrocada con terror y sangre, a menudo da paso a algo aún más terrible. Un bosque que crece hace menos ruido que un árbol que cae. El verdadero cambio se produce en el silencio —en la discreción de millones de almas que trabajan en paz, armonía y sacrificio. Si deseas cambiar el mundo, empieza por transformarte a ti mismo, y luego actúa desde ese nuevo nivel de conciencia. Para derrocar un orden establecido o resolver un problema de forma duradera, es necesario estar guiado por una conciencia superior a la que los creó.
Una de las preguntas esenciales que debemos hacernos es: ¿en qué lado del tablero del cambio estamos? ¿Trabajamos por el bien, apoyando causas justas con nuestro trabajo, nuestro tiempo o la manera en que gastamos nuestro dinero? ¿O, por el contrario, estamos sirviendo a los poderes opresores con esos mismos recursos? Ciertamente, la intención que preside cada acción es fundamental para juzgar su valor moral (por ejemplo: trabajar en una empresa para alimentar a sus hijos, aunque esa empresa explote a niños en la otra parte del mundo). No obstante, es esencial tener una visión global, comprender la interconexión de nuestras decisiones y no cerrar los ojos ante las consecuencias concretas de nuestros compromisos diarios.
Como se ha mencionado, un cambio profundo requiere un despertar previo de la conciencia. Sin embargo, la tentación de la violencia siempre está presente, ya que parece rápida y eficaz. No ceder a ella te ahorrará sufrimientos mayores. Si te cuesta ver los frutos de tus buenas resoluciones, es probable que sea tu relación con el tiempo la que necesite transformarse. Para despertar la conciencia, es necesario cultivar la compasión. Es cuando ya no se perciben barreras reales entre uno mismo y los demás que se puede hablar de un verdadero progreso en este ámbito. Para alcanzar razonablemente este objetivo de revolución interior, hay que confiar en el proceso y adoptar una nueva perspectiva del tiempo. Esto exige paciencia, pero también la práctica de enfrentarse —primero en dosis pequeñas, y luego mayores— a personas y situaciones que pondrán a prueba nuestra compasión. Es en la prueba donde las cualidades crecen y donde su autenticidad se manifiesta.
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