Los valores tradicionales han sido sacrificados en el altar de la mercantilización del mundo. Antes de la llegada de la sociedad de consumo, nuestros antepasados se organizaban de tal manera que la gratuidad, el regalo, el servicio prestado sin compensación material constituían una norma que servía de base a la colectividad.
La ayuda a los necesitados solía correr a cargo de la familia, que acogía a miembros en situación precaria, por ejemplo. Asimismo, las fiestas de las aldeas en las que la gente compartía sus cosechas eran una ofrenda (o libación) o una muestra de su riqueza a través del reparto. Esta noción de entrega encontró su forma más acabada en la entrega de la vida por la patria en caso de conflicto.
Los ideales en los que se basaba la imaginación de antaño eran fuertes porque eran sagrados. Sin embargo, en cuanto desacralizamos ciertos componentes de la sociedad, destruimos inevitablemente la noción de gratuidad.
El don nunca es totalmente gratuito, siempre hay una contrapartida moral, ya sea en forma de prestigio, de honor o de una especie de aumento del capital de buenas acciones, del que Dios lleva las cuentas.
Los nuevos imperativos del mercado han desempeñado un papel oportunista, ya que han captado progresivamente valor monetizando actos que hasta entonces sólo se realizaban en forma de regalo.
Introducir un intermediario es dejarse desposeer de la riqueza creada en un intercambio, especialmente cuando se monetiza.
Los vínculos sociales siempre se han basado en la ayuda mutua. Cuando destruimos la ayuda mutua introduciendo la transacción mercantil, destruimos en consecuencia los lazos sociales que pudieran existir hasta entonces.
Como ejemplo, podemos citar la ayuda mutua de los agricultores, que permitió aunar esfuerzos y recursos en las pequeñas explotaciones (especialmente en Asia). Desde el momento en que introducimos la mecanización del trabajo mediante la introducción de máquinas (tractores, etc.), provocamos un cambio antropológico: las personas ya no necesitan a otras personas, creamos el individualismo. Para adaptarse a esta revolución de las mentalidades, los dogmas religiosos se adaptaron para que se correspondieran más con el zeitgeist (por ejemplo, el Concilio Ecuménico Vaticano II de 1962). Progresivamente, al modernizar la vida de las personas a través de la tecnología, estamos destruyendo lo que ha constituido el sustrato humano durante los últimos 10.000 años (el período de la invención de la agricultura y la sedentarización que trajo consigo).
Por lo tanto, siempre es importante plantear la cuestión del coste/beneficio de cualquier innovación. Dado que la naturaleza aborrece el vacío, lo que creamos produce necesariamente una destrucción en alguna parte, y depende de nosotros saber si la ganancia compensa la pérdida. La precipitación con la que se toman las decisiones de gran impacto cultural es siempre desconcertante. ¿Cómo se puede permitir la destrucción de una parte del patrimonio de la humanidad (sobre todo de la cultura agrícola) sin haber reflexionado críticamente sobre cómo mitigar sus efectos? La tecnología y el mercado van de la mano para destruir el sustrato social y humano sin tener en cuenta sus consecuencias sociológicas. En el futuro, debemos evitar los subterfugios destinados a apoderarse de las ruedas de nuestra profunda humanidad en nombre de la productividad o la eficiencia.
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