Crecer no es fácil, algunos dejan de hacerlo. Veamos cuáles son las 3 etapas de nuestra evolución.
La infancia se caracteriza por la búsqueda de uno o varios modelos a los que imitar. Ser niño significa encontrar una figura mentora que nos forme. La base de todo aprendizaje es imitar lo que otros ya han hecho: no podemos crear sin haber asimilado lo que nuestros predecesores han producido antes que nosotros. El niño es como una hoja de papel en blanco en busca de un artista que dibuje el contorno de un cuadro. La tarea natural del niño es heredar y asimilar los conocimientos, valores y visiones de los padres. El elemento que simboliza este periodo es la tierra, porque recibe y hace crecer lo que se le da.
La adolescencia comienza cuando el niño es consciente de que debe tomar un camino diferente al de sus padres. De esta constatación surge un malestar, el de generarse a sí mismo aunque sea pidiendo nuevos modelos. Esta sensación de tener que generar algo nuevo crea una presión que puede ser mal vivida por el adolescente. La mayoría de las veces da lugar a un espíritu de rebelión que tomará la forma de una oposición sistemática a lo que los antiguos tutores (los padres) puedan decir, hacer o pensar. Cuando uno no sabe todavía quién es, a menudo es más fácil definirse porque no lo es. Por ello, la oposición al modelo de los padres pretende echar de menos un distanciamiento y, al mismo tiempo, ofrecer una alternativa que aún no ha encontrado su coherencia. Al final, lo que caracteriza a la adolescencia es sobre todo una energía desbordante que tiene dificultades para ser canalizada. El entusiasmo del adolescente suele ser caótico, lo que le lleva a una forma de vagabundeo. Ante la imposibilidad de poder creer en algo de forma constante, el adolescente se someterá fácilmente a figuras nihilistas que le recuerden la perdición en la que se encuentra. La adolescencia consiste en experimentar el mundo en diferentes direcciones, por lo que la energía que simboliza este periodo es el fuego. De hecho, el fuego se propaga de forma caótica, siempre que tenga el combustible que necesita.
El adulto se caracteriza por su desprendimiento de las figuras tutelares, al tiempo que deja de tener la rebeldía que caracteriza al adolescente. Ya no es un niño porque ha conseguido asimilar lo que sus mayores le han legado, ya no es un adolescente porque está apaciguado y su creatividad ya no se expresa a través del prisma de la rabia o la revuelta. El adulto ha sido capaz de asimilar la herencia de sus padres (ya sea biológica o de corazón) al tiempo que ha aprendido las lecciones de sus andanzas adolescentes. Se ha liberado de sus guardianes y de su inconstancia para construir algo duradero que pueda a su vez transmitir. El elemento que caracteriza este periodo es la planta porque crece de forma constante y puede sembrar las semillas de la transmisión.
Lo interesante es que en cada momento de nuestra vida hay una conjunción de estos tres elementos: buscamos al mismo tiempo un modelo a seguir, actuamos por contradicción y somos indiferentes a ciertas cosas. Si no conservamos algo de nuestro espíritu infantil, no podemos aprender realmente. Sin mantener la energía del adolescente dentro de nosotros, no podemos crear algo diferente. Por último, sin la calma del adulto, no podemos construir nada duradero.
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